Uno de los paisajes que más atrae mi interés son las comunidades de monte bajo de brezos y tojos. Generalmente estos paisajes son de origen antrópico, consecuencia de la actividad reiterada del ser humano por quemas y rozas sucesivas, impidiendo la evolución hacia el bosque de robles, que es la vegetación clímax de esta zona del noroeste peninsular, Galicia.
Al contrario de lo que pueda pensarse por las palabras anteriores, estas comunidades son de gran interés para la biodiversidad y nuestra estrecha relación con ellas a lo largo de los años queda patente gracias a los datos proporcionados por la etnobotánica, que es la disciplina que se encarga de estudiar las relaciones entre los grupos humanos y su entorno vegetal, es decir, el uso y aprovechamiento de las plantas en los diferentes espacios culturales y en el tiempo.
En palabras de varios autores, entre ellos el profesor Ramil-Rego,
“el aprecio al bosque está justificado, pero lo que pretendemos es valorar el matorral. Poner en evidencia que, merced a la intensificación de los procesos productivos agrícolas y forestales, las formaciones arbustivas no tienen actualmente la utilidad de las formaciones arbóreas ni de las formaciones herbáceas, de fácil manejo por el hombre, pero poseen una flora extraordinariamente diversa, rica en endemismos por ejemplo. Por otro lado, que las comunidades leñosas arbustivas son también expresión de la biodiversidad, en un nivel de integración de la vida por encima de las especies, pero son igualmente interesantes y deben ser protegidas”.
A los brezales, “matogueiras de breixo”, “breixeiras”, “ucedos” o “uceiras” en gallego, dedicaré esta primera entrada. Por brezales se entienden formaciones dominadas por ericáceas (en su conjunto constituyen una matriz en la que se insertan las diferentes formaciones, frecuentemente tojos); sensu stricto, los brezos son un género –género Erica- dentro de la familia de las Ericáceas. La presencia de ericáceas en Galicia ya está documentada en el Cenozoico, aunque en este caso su aparición no es debida a la acción del hombre sino a grandes cambios en el clima, correspondiendo su presencia con épocas secas y frías que ocasionaron la regresión de los bosques durante el Mioceno.
En nuestros días, en Galicia, además del género Erica tenemos dentro de la familia de las ericáceas, el género Calluna, el género Daboecia, el género Arbutus y el género Vaccinium. Así nombradas parecen desconocidas para una gran mayoría de nosotros pero si citamos dentro de alguno de estos géneros, especies como el madroño, “érbedo” en gallego (Arbutus unedo L.) o el arándano, “arandeira” (Vaccinium myrtillus L.) seguro que nos resultan más cercanas y reconocibles. Menos probable es que también reconozcamos nombres como la brecina o “queiruga” (Calluna vulgaris) o la “queiroga” (Daboecia cantabrica) sobre todo porque alguno de estos nombres también se aplica a varias especies de Erica en distintas zonas del territorio gallego.
Dentro del género Erica, en Galicia podemos encontrar las siguientes especies: E. arborea, E. lusitanica, E. australis, E. scoparia, E. cinerea, E. vagans, E. erigena, E. umbellata y propias de otras formaciones en zonas húmedas, E. tetralix, E. mackaiana y E. ciliaris.
Algunas de estas especies prefieren un sustrato más básico pero en general son acidófilas, es decir, crecen sobre suelos ácidos y pobres. Razón por la cual son muy apreciadas en la restauración ambiental de suelos esqueléticos que han quedado erosionados y desnudos, sin cobertura vegetal, por ejemplo tras un incendio. Como explican los autores arriba reseñados,
“Entre el conjunto de brezos gallegos mencionados al principio, muchas especies de Erica, junto a Calluna vulgaris, muestran características morfológicas que constituyen una ventaja ecológica frente al fuego. Uno de esos atributos se manifiesta en la producción de numerosas semillas, hasta un millón por planta, como estrategia colonizadora de los suelos desnudos que se establecen después de un incendio; de forma complementaria, esas semillas van asociadas a micorrizas, que permiten la nutrición de las jóvenes plántulas en las fases iniciales del desarrollo. Así se explica la capacidad de colonizar medios desnudos de vegetación y frecuentemente sin horizontes orgánicos superficiales.”
Ignacio Abella Mina, naturalista y escritor, subraya la misma idea:
«El brezal es la última frontera del bosque, allá donde la tierra está tan gastada que difícilmente puede soportar algunos árboles y arbustos como el abedul u otros pioneros, cuando el fuego y el ramoneo lo permiten… La presencia de landas de brezo es sin embargo muchas veces la expresión de la máxima aspiración vegetal de los terrenos más pobres o erosionados, y no es extraño que algunos brezos como Erica arborea se utilicen para repoblar zonas erosionadas; no deja de ser un modo de imitar la labor que hacen estos arbustos en la naturaleza, cubriendo y protegiendo rápidamente los suelos desnudos y posibilitando con el tiempo la llegada de otros árboles o arbustos más exigentes. Este brezo en concreto indica con frecuencia la regeneración del bosque y se sitúa en las orlas y los claros, incluso en los lugares más áridos, ácidos y umbríos, con tal de que disponga de suficiente humedad ambiental y edáfica.»
Añadir también que tanto la tierra de brezo como los brezos son muy apreciados en paisajismo. La tierra de brezo, un sustrato ácido que procede de la descomposición de hojas, flores, ramas y raíces del brezal es muy adecuado para plantar azaleas, rododendros, camelias… mientras que los brezos son muy valorados por su belleza y abundante floración, pudiendo encontrar variedades de flores blancas en todas las especies, además del característico color rosa o púrpura con el que asociamos habitualmente a los brezos. En el medio natural, los ejemplares de flor blanca reciben el nombre gallego de “albizos”.
La riqueza de léxico en Galicia referida a los brezos es grande incluyendo múltiples denominaciones: “carpaza”, “queiruga”, “quiroga”, “carrasco”, “carroucha” para los brezos de porte rastrero mientras que para los de mayor porte – E. scoparia, E. australis y sobre todo E. arborea, – se emplean según las zonas “uz”, “urce” o “urrigata”.
Dada su estatura media, en su mayoría inferior a 1,5 metros –a excepción de las de porte arbóreo que pueden llegar a alcanzar hasta 2,5-4 metros de altura-, las ericáceas en general son plantas de medios abiertos bien iluminados, formando parte de comunidades arbustivas o de matorrales, sin dosel que impida o dificulte la entrada de luz.
Sin embargo, también podemos encontrar ericáceas en otros medios como por ejemplo: formaciones boscosas cuando son abiertas, como muchos bosques de coníferas de alta montaña; comunidades degradadas de bosques caducifolios o perennifolios; prados de montaña más o menos encharcados donde conviven con vegetación herbácea, etc.
Por otro lado hay comunidades de ericáceas que no constituyen una etapa de sustitución de los bosques, por destrucción de estos, sino vegetación permanente en esos medios, como las especies propias de medios rocosos litorales, comunidades de brezales sobre dunas grises o brezos en medios de carácter encharcado e higroturboso. Estos últimos, asociados a turberas (“brañas”), son las comunidades de brezales más escasos de toda Galicia.
El interés ecológico indudable de los brezales ha hecho que algunas comunidades fitosociológicas integradas por distintas especies de esta familia, se hayan protegido en el marco legal europeo de la Directiva Hábitats.